El último Castillo

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Por Manuel Ramos

Ante petición expresa desde Michoacán, para que el gobierno federal interviniera y marcara el alto al crimen organizado, imagino que Felipe Calderón buscó en el inventario institucional la herramienta adecuada para atender la petición: ¿PGR? ¿PFP? Cada pregunta se encontró con la misma respuesta: contaminada por el CO y parte integral del mismo.

El panorama debió haber sido impactante: Ayuntamientos, cuerpos policíacos de todos los niveles, ministerios públicos, sin duda que varios jueces, ninguno de ellos dio la talla para la tarea.

Antes de aceptar que era prioritario atender el problema de corrupción dentro del aparato íntimo del Estado, Felipe no se pudo contener, y recurrió al último recurso, las Fuerzas Armadas, y le declaró “…la guerra al narcotráfico”. Discurso que se fue matizando, hasta reconocer por lo bajo “…al Crimen Organizado”.

Así, Calderón convirtió el asunto en algo de aplicación de la fuerza armada como componente legítimo del Estado. Cuestión de armas y poder de fuego.

El “Michoacanazo” fue el reconocimiento a, por lo menos, dos tragedias: a) El gobierno de Michoacán en estado de sitio. Sus alcaldías en poder del Cártel del momento, las policías estatales y municipales tomando su parte de la rapiña; y b) Por lo que usted prefiera pensar, las fuerzas de la Federación no fueron capaces de estructurar un caso integrado, con pruebas de Ley. Salvo excepciones.

Como muestras de la corrupción dentro de las policías, agentes federales tienden emboscada a vehículo diplomático de la embajada de los USA, con agentes de inteligencia de ese país y un militar mexicano. Sin olvidar la conducta francamente ilegal del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, en más de una ocasión.

Sedena y Semar se dedicaron a la tarea. Quiero creer que con una estrategia acorde a la mentalidad militar. Así, tropa y oficiales se vieron sumergidos en un ambiente de franca guerrilla urbana y rural, de combate, para ser claros

Su acción hizo efectos en el contacto con la población civil, un ambiente ambiguo, un tenso alivio. Todo bajo un esquema legal, más que cuestionable, que limita los alcances jurídicos de sus actos. El caso de Hank Rhon, como ejemplo, es suficiente.

Un muy alto porcentaje de las detenciones realizadas por las Fuerzas Armadas terminaron en libertad del acusado. Los incidentes mortales con civiles se dispararon, todo bajo un marco legal endeble.

En medio de esto, las modificaciones al fuero militar, que causaron reacciones negativas, aunque discretas, entre los diferentes niveles del mando castrense.

Todo sin un plan rector visible. Nimiedades como: ¿Cuáles son los alcances de la campaña? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Cómo se empalma con el aparato civil del Estado? ¿Cómo se tratará a las estructuras podridas?

Hoy el camino nos trajo hasta Iguala, con escala en Tlatlaya. La matanza en ese rincón del Estado de México mostró a la luz pública una descarnada violencia que no tiene ni cómo, ni para cuándo. Hasta el momento, lo que aparece en medios señala hacia una dirección: miembros de las Fuerzas Armadas ejecutan a civiles armados, dicen, que se habían rendido después de un tiroteo. Después se modificó la escena del crimen. El evento ha despertado indignación entre la media, y más que molestia en los círculos castrenses.

Pero también reacciones a favor de los militares. Esto debería prender las alarmas del gobierno federal.

Por lo que se puede saber, hay por lo menos cuatro militares señalados como responsables. Un oficial y tres soldados. Esto último plantea una cuestión vital para cuestiones legales: ¿Quién o quiénes son los responsables en un sistema militar? El asunto no es menor, pero cabe señalar que si un militar está obligado a obedecer órdenes a rajatabla, si no tiene elección, ¿Cómo puede ser culpable por obedecer órdenes?

Si los soldados obedecieron una orden superior y no podían hacer otra cosa, entonces la responsabilidad directa es de quien dio la orden. El soldado raso no debe ser condenado o castigado por esto. Sólo si la matanza se hubiera realizado en contra de órdenes expresas, deberían ser acusados. No sólo por los asesinatos, también por faltas a la disciplina militar.

El caso tendrá muchas repercusiones. Espero que entre estas se encuentre, no sólo una revisión de las leyes en relación a la intervención de las Fuerzas Armadas, también en el reconocimiento de la penetración del CO en las esferas de la autoridad.

Todo pasa por una realidad, México está sumido en un muladar de corrupción e impunidad. Los Ayuntamientos están bajo amenaza del hampa, muchos de ellos controlados por ésta.

Calderón fue incapaz de entender que la intervención de los militares sólo es una “solución” temporal, que había que entrarle al saneamiento de las estructuras políticas y de gobierno. Pero le tembló la mano, le faltó carácter, valor y capacidad.

Hoy, ante las llagas purulentas de Tlatlaya e Iguala, al gobierno de Peña no le queda más que atender a esta realidad. Estas tragedias, estas infamias, son consecuencia directa de decisiones erradas. Este país necesita, de forma ineludible, una revisión a fondo, honesta, del entramado institucional. Es impostergable.

Al final, habrá que mirar y atender a lo señalado por el General Ángeles Dauahare: el combate al crimen organizado no es un asunto de armas, al enemigo se le ataca en sus debilidades, no en sus fortalezas. Se trata de un asunto policíaco, de inteligencia financiera, de combate a la impunidad y corrupción.

Como se han presentado las cosas, habrá que definir el papel de las Fuerzas Armadas en este trance. Todo apunta de que se trata de la última línea de defensa, del último Castillo.

Mientras tanto, esta “guerra” la estamos perdiendo los “buenos”.

 

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